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Diario de una secre

La rosa de París

La rosa de París

Hace años Ricardo empezó a escribir una novela que tituló "La rosa de París"... como todo en su vida comenzó como una obsesión, vivía para escribir y sólo pensaba en la historia que estaba contando pero... también como todo, quedó a medias.   Una lástima!!!

He decido que voy a intentar acabarla yo, evidentemente será desde mi punto de vista... desde el punto de vista de Monique...

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Ahora soy yo, Monique, quien va a contar la historia, con sus cosas buenas y sus cosas malas…

 

Richard como siempre, no pudo ponerle punto final a esta historia porque no sabe cómo se hace, nunca terminó ninguna de las empresas en las que se implicó, aunque esa característica de su personalidad no fue absolutamente evidente para mí hasta que ya fue demasiado tarde y se había convertido en parte de mi vida…

 

Aquél día, mientras mis lágrimas caían al Sena acompañando las rosas que tiraba amargamente, Richard apareció en mi vida… atraído por mi mirada, o quizá por la tristeza que toda yo irradiaba, con la intención, sin duda buena, de aliviar mi dolor…

 

Su gesto tierno al limpiar las lágrimas de mis mejillas, la galantería de ofrecerme su pañuelo y finalmente el viento juguetón de París, arrebatándole su chistera, que voló hasta encontrarse con mis rosas en su camino hacia el mar, hicieron que primero tímidamente y luego sin reparos apareciera mi risa.    Esa risa, cantarina, contagiosa y divertida que es inconfundible en el Moulin Rouge.

 

Richard vio en mí a una mujer desvalida, una “dama” de su mundo serio y encorsetado, sin duda pensó que era algún pariente lejano de alguna de las familias con las que él, como noble de un París demasiado añejo, podía tener contacto y me propuso muy caballerosamente acompañarme desde el Petit Pont hasta el Pont d’Alexandre.

 

Una dama de este tiempo no sube al coche de un caballero desconocido por muy caballero que se muestre, así que nuestro paseo se limitó a unos pasos por el “quaie” de París, teniendo como testigo de nuestros pasos a Notre Dame y quien sabe, si incluso Quasimodo nos miraba desde detrás de alguna de sus muy queridas gárgolas…

  

Empecemos por el principio, mi vida nunca fue fácil… la mayor de cinco hermanos, un padre que pasaba la mayor parte del tiempo en la mar y la otra en la cantina, borracho, con sus compañeros; mi madre cansada, enferma, triste no pudo soportar la vida por mucho tiempo y me dejó sola con mis hermanos.  Un día, una pobre incauta, más joven que yo se casó con mi padre y aunque con todo el dolor de mi corazón al dejar a los pequeños, tomé la decisión de abandonar Marsella y volar, volar hacia París… mi sueño.

 

Qué pensaba encontrar allí?? Una vida de sueño, paz, salud, tranquilidad… en definitiva todo aquello que no había conocido durante mi “infancia”??

 

Pero París no es una ciudad acogedora, menos aún si tu aspecto es el de una pueblerina con olor a pescadería.   Me encontré sola, perdida, abandonada, sin saber adonde ir, qué hacer, donde dormir o qué comer y el cielo de París cayó sobre mi aplastándome como a una indefensa mariposa…

 

Llorando, sentada en un banco de Pigalle me encontró Lilí… Lilí, joven, guapa, alegre trabajaba en el Moulin Rouge y se apiadó de aquella muchachita que tenía el aspecto de un gatito abandonado en un día de tormenta…

 

Mi Angel de la Guarda nunca me abandona y en aquél momento apareció con el aspecto de una pelirroja, de grandes ojos azules y sonrisa franca, que, como supe después, se vio reflejada en mí en sus primeros momentos en la ciudad.

 

No podía hablar, el llanto me ahogaba, el miedo me paralizaba y sólo podía repetir que tenía frío, mucho frío… un frío hondo y profundo que tanto caló en mi, que me ha acompañado durante toda la vida y de tanto en tanto me recorre como si de un relámpago frío se tratara.   Lilí se limitó a abrazarme con mucho cariño, me levantó susurrándome palabras de ánimo y me llevó casi en volandas hasta su casa, un pequeño apartamento desde el que se podía ver la Place Blanche y el icono de París…, el que yo no sabía que sería mi “hogar”: “El Moulin Rouge”.

 

Me trató como a un bebé, con tanta dulzura como nunca me había tratado, me puso ropa seca, me metió en la cama y colocó entre mis manos ateridas una taza de chocolate caliente que me devolvió un poco el calor y la vida, me arropó y quedé dormida, felizmente dormida… soñé que estaba en una nube paseando sobre el Sena, flotando entre algodones.

 

Así comenzó mi vida en París pasando del gris más oscuro y frío, al calor de una cabellera pelirroja que se convirtió en amiga, madre y hermana…

 

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